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La historia del chinchulín

La historia del chinchulin

Las distintas formas de consumo que ha transitado el chinchulín a lo largo de la historia demuestran que no siempre fue la achura más mimada de los asadores.

Las primeras vacas que llegaron al Río de la Plata se reprodujeron de forma salvaje y fueron un recurso muy preciado desde el tiempo de las vaquerías, pero no por su carne y mucho menos por sus vísceras, sino por su cuero. A lo sumo se aprovechaba la lengua y todo lo demás quedaba tendido en el campo, de acuerdo con el registro documental de los cronistas de la época.

Tiempo después, el cuerpo desollado de la vaca sería un poco mejor aprovechado, siendo el matambre y la costillas lo más preciado, el sebo un combustible nada despreciable y las menudencias intestinas un despojo que los esclavos buscaban para alimentarse.

Comida de chimangos y perros salvajes primero, alimento de africanos bonaerenses después, ¿cómo desembarcó el chinchulín en la parrilla rioplatense? En el camino por develar ese misterio, algo es seguro: los primeros gauchos ni se le acercaban a la tripa flaca más controvertida y popular del asado argentino.

Cueros, matambres y lenguas al rescoldo

La gente de campo “mata solo una vaca por comer el matambre, que es la carne que tiene la res entre las costillas y el pellejo, y otras veces mata solamente por comer su lengua, que asa al rescoldo”, escribió el español Alonso Carrió de la Vandera, alias Concolorcorvo, en lo que se conoce como la primera descripción del asado en estas pampas, en el libro El lazarillo de los ciegos caminantes de 1773.

A Concolorcorvo “le asombra la enorme cantidad de carne que devoran, pero más la que desperdician”, cuenta el antropólogo uruguayo Gustavo Laborde, autor de El Asado, una investigación sobre su origen, historia y ritual.

No había asado a la cruz, y mucho menos una parrilla de hierro: la carne se “asaba” al rescoldo, tirada sobre un colchón de brasas, luego se quitaba la cáscara carbonizada con un cuchillo y se comía sin más que un poco de sal.

¿Y las achuras? ¿Y los chinchulines? Con esta tecnología culinaria resultaba poco práctico hacer un asado de achuras…

El británico John Miers hace una primera descripción del triperío vacuno durante su “Viaje al Plata”, entre 1819 y 1824: “Cuando matan un buey (sic) en el campo cortan la carne en largas tiras y los huesos se dejan juntamente con las entrañas, para que los devoren las aves de rapiña, o se pudran en el suelo, o bien se los utiliza como combustible para el horno”.

Durante este período, considerado de las vaquerías, el ganado crecía “alzado”, es decir salvaje. No tenía dueño y se lo buscaba para la primitiva industria del cuero, siendo la actividad económica más incipiente y rentable.

Numerosas partidas de jinetes avezados en el uso del lazo salían al encuentro del ganado cimarrón y solían darle muerte de una manera cruel, cortándole los tendones de las patas traseras con el desjarretador (una lanza que en una de sus puntas contaba con una media luna de metal muy afilado) para que caigan al suelo, apuñalándolas después.

Los bovinos cimarrones eran duros en todo sentido: no se entregaban fácilmente, resistían la faena y daban cornadas, costaba neutralizarlos y más todavía comerlos por la dureza de sus músculos… un poco por su forma de vida salvaje y otro por la manera salvaje en la que eran masacrados.

Un ovillo de intestinos

En este punto resulta inevitable sobrevolar el cuento “El Matadero” de Esteban Echeverría, transcurre en los años 30 del mil ochocientos y es donde aparece la primera descripción de “las negras achuradoras”, a las que nombra repetidamente a lo largo de todo el relato con cierto aire racista.

Mientras el grupo de carniceros federales hace su faena en el matadero, se suman hordas de “negras y mulatas achuradoras”, que pululan “entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura”, en busca de “la panza y las tripas”. “Entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal, allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas”, escribe Echeverría, y abunda: “Se veía una hilera de cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo” de tripas, mientras otras “vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura”.

En tiempos de Juan Manuel Rosas y la Confederación (1835-1852) “la explotación del vacuno en estancias facilitó un aprovechamiento algo mayor de la carne. Durante las vaquerías quedaba en el campo, facilitando la vida de fieras y perros salvajes. El trabajo en estancias permitió además extraer por ebullición el sebo y la grasa de la carne”, cuenta Horacio Giberti en “Historia de la ganadería argentina”.

No se consideraba a las achuras comida, ni al chinchulín un alimento: para el estanciero, sus peones gauchos y carniceros federales, solo un desperdicio destinado a la supervivencia afroamericana.

Una palabra aborigen

La palabra chinchulín proviene de la voz quechua “ch’únchull” y ha hecho referencia históricamente al triperío y particularmente al intestino delgado de corderos y vacas.

La palabra achura también viene del quechua “achúray”, que significa repartir, lo que se reparte y comparte. Hoy achurar refiere a la acción de seccionar y destripar un animal, o acuchillar a una persona, pero esa es otra historia.

Lo cierto es que comer las partes internas de un animal, la menudencia, el triperío, en la cultura occidental se lo relacionó con el canibalismo, es decir lo opuesto a la civilización, o sea lo salvaje, la barbarie. Y si esto se hacía sin cocción, tanto peor.

El viajero francés Augusto Guinnard, reducido a la esclavitud por los indios puelches en 1856 y más tarde devenido en asesor del cacique Calfucurá contó que los nativos consideraban “como un manjar exquisito el pulmón, el hígado y los riñones crudos”, lo que generaba rechazo no tanto por tratarse de vísceras comestibles sino por la falta de cocción.

Incluso las crónicas de Lucio V. Mansilla sobre su Excursión a los ranqueles son elocuentes: los indios matan a las yeguas y enseguida beben su sangre caliente.

Pero dentro de la culinaria del habitante original no aparecen registros sobre los chinchulines vacunos como alimento comestible, posible de cocinarse asado.

Mucho antes que el asador, la olla

Algo es seguro. Las primeras referencias del chinchulín como alimento aparecen en la comida de olla colonial y poscolonial, como ingrediente del locro y protagonista de la olla podrida, un cocido en el que entraba de todo, desde verduras hasta los cortes internos del animal, cualquier sea.

Como describió Echeverría, fueron las negras achuradoras quienes comenzaron con la gastronomía del chinchulín, el mondongo y la tripa gorda (el final del tubo digestivo, es decir, el recto) y de hecho se cree que la chanfaina tiene su origen aquí, una receta que lleva menudencias de todo tipo, sesos y achuras.

“Hoy creemos que locros y carbonadas son la herencia afro que llegó hasta la actualidad”, escribe el arqueólogo argentino Daniel Schávelzon en su exquisito libro “Historias del comer y del beber en Buenos Aires”, dejando claro que los esclavos comían vísceras no porque les gustara sino porque era lo único que se les dejaba: “Para los blancos, que los negros comieran lo mismo que los perros y los pájaros carroñeros era un signo despreciable de bajeza cultural”.

Pero no lo hacían por gusto, dice Schávelzon, sino por supervivencia. Y cuenta que la olla de hierro fundido con tres patas era un elemento de raíces africanas que el gaucho llevaba a todas partes para comer carne hervida.

Según los registros de su arqueología documental, para principios del XIX “la proporción entre ollas y parrillas es de 7 a 1”. Además de la lengua de vaca, el pecho del animal era lo más codiciado, porque con este podía hacerse el charqui o el tasajo, segundo elemento de aprovechamiento animal después del cuero.

El tasajo era un commodity producido por los saladeros: estaba orientado principalmente a la exportación como insumo alimentario del tráfico de esclavos en ultramar.

Antonio Gonzaga, el negro Mallmann

Y entonces, ¿cuándo hace su ingreso estelar en la culinaria nacional? ¿En qué momento el chinchulín se convierte en un ingrediente aceptado socialmente? ¿Y cuándo empieza a ser un jugador infaltable del asado argentino?

Consultada por La Nación, la semióloga especializada en alimentación y cultura Carina Pericone aportó algunos recetarios decimonónicos que develan en parte el misterio.

Para 1881, un recetario publicado en Buenos Aires incluía tripa gorda rellena, tortilla de pulpa de nonato y mondongo especial con tripas guisadas. En 1888, la primera edición de “La perfecta cocinera argentina” aportaba una versión de locro “con tripa gorda opcional”; en “La cocina y la pastelería de América” (circa 1890) aparecen recetas para cocinar chinchulines de cordero, mondongo a la provenzal y puchero con ubre de vaca.

Pero la aparición impresa del triperío en el asador recién se publica en el “Recetario Colibrí”, la marca de anilinas, promediando 1920, con la firma del afamado cocinero afrodescendiente Antonio Gonzaga.

Allí se describe la parrillada criolla que lleva “una ristra de chinchulines, chingolos, chorizos, pechitos de cordero, ubre de ternera, morcillas, entrañas, costillas de ternera, churrasquitos de cuadril, chinchulines de cordero, tripa gorda y cuajito de cordero”.

Gonzaba fue el cocinero más famoso de su tiempo y para aquélla época dictaba clases en teatros sobre economía doméstica, a sala llena. Sus recetas eran aceptadas y reproducidas por la paqueta sociedad porteña de entonces.

Apodado el Negro, el cocinero correntino fue chef del Congreso Nacional e incluso cocinó para presidente estadounidense Theodore Roosevelt en el Jockey Club durante su visita en 1913.

Conocido por popularizar la riñonada al vino tinto, expuso como nadie antes la receta del asado con cuero, empleando una técnica que antecede al infiernillo que patentó Francis Mallmann hace poco.

“Como Antonio Gonzaga era mulato, algunos investigadores afroamericanistas postulan que el uso de las achuras en la parrilla es parte de su herencia afro”, cuenta Carina Perticone.

Sin embargo, para la semióloga culinaria “de momento no hay documentos que avalen que esto sea necesariamente así, o que agregar achuras en la parrilla no fuese una costumbre ya generalizada en su época”.

Con la parrilla horizontal llegando del campo a los suburbios y después a la ciudad, las achuras en general y el chinchulín en particular se hacen un lugar definitivo dentro del asado rioplatense de principios del siglo XX.

Los primeros frigoríficos de origen inglés solo congelan la carne para exportarla y las menudencias quedan reservadas para los obreros de la industria que componen una joven e incipiente clase trabajadora, la cual seguirá creciendo con la llegada de los frigoríficos de origen estadounidense.

La tecnología de entonces no permite exportar achuras porque “en general son complicadas en el sentido inocuidad, entran en putrefacción muy rápido por tener tejido intersticial, como la carne de pescado, es decir que tienen una exposición a los microorganismos mayor que el músculo de la vaca y se descomponen rápidamente”, cuenta el médico veterinario Valentín Pallaro a La Nación.

Para 1940 el amante de las cosas del país puede encontrar “achuras asadas y otros platos nacionales” se lee en “La cabeza de Goliat”, el ensayo de Ezequiel Martínez Estrada. Y en “Los sabores de la Patria” Víctor Ego Ducrot dice que “recién con el primer peronismo el asado se hizo urbano” cuando se produjo, a partir de 1945 un “aumento geométrico en el número de carnicerías por habitante” y el asado “pasó a ser poco menos que un derecho adquirido”.

La realidad es que el consumo de menudencias como el riñón y el chinchulín ya no es lo que era, de acuerdo con un informe del ingeniero químico Osvaldo Ricci sobre achuras, publicado en el sitio argentino de producción animal, aun cuando “durante los meses de calor se incrementa el consumo de mollejas, chinchulines y tripa gorda en restaurantes y parrillas hogareñas”.

La cadena de comercialización incluye a los grandes frigoríficos exportadores, a la industria de chacinados que emplea las tripas para chorizos, salames, morcillas y longanizas, y a los achureros quienes “compran el 100% de las menudencias a los frigoríficos y venden en fresco a distintos repartidores y carniceros”, destaca Ricci.

Se te achicó el chinchulín (dicho adolescente)

Los africanos prepararon mondongos, chinchulines y tripas gordas durante largas horas en cocciones lentas y fueron los pioneros en plantar un mojón ineludible de la gastronomía nacional y la comida “de cuchara”.

Los indios le pusieron el nombre a las achuras y a su tripa emblema, el chinchulín. Los criollos por su parte fueron metiéndolas tímidamente en la parrilla y los inmigrantes se sumaron de a poco en aquella extraordinaria metáfora del canibalismo, ese ritual del asado con achuras donde convergen distintas culturas alrededor del fuego y en un solo plato.

Por eso, si hay algo más popular y rioplatense que el tango o el dulce de leche, no es el asado sino uno de sus ingredientes, protagonista de un ascenso social extraordinario a lo largo de trescientos años de historia.

Gloria y honor al chinchulín. Y si es con limón y chimichurri mucho mejor.

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