El 16 de septiembre es una fecha que, además de haber sido fijada en el calendario escolar por diferentes legislaciones, debe su impulso a quienes la sintieron como propia desde la recuperación de la democracia: los estudiantes.
Este día, que recuerda un hecho represivo conocido como La Noche de los Lápices, trae a la memoria a un grupo de jóvenes estudiantes secundarios que fueron secuestrados por la última dictadura (1976 – 1983) en la ciudad de La Plata. La fecha es hoy un aniversario de alcance nacional y el suceso es conocido mundialmente porque en él se sintetizan muchos de los elementos más profundos de las memorias sobre el terrorismo de Estado y porque se trata de un hecho que atacó centralmente a los jóvenes.
Constituye un hito de la memoria social por el valor que tiene para reflexionar acerca de la construcción de esa memoria y sus transformaciones en función de los cambios del presente.
A mediados de septiembre de 1976 en la ciudad de La Plata un grupo de estudiantes secundarios fue secuestrado por las Fuerzas Armadas. Entre ellos estaban: Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio de Acha, Horacio Ángel Ungaro, Daniel Alberto Racero, María Clara Ciocchini, Pablo Díaz, Patricia Miranda, Gustavo Calotti y Emilce Moler.
Durante su secuestro, los jóvenes fueron sometidos a torturas y vejámenes en distintos centros clandestinos, entre ellos el Pozo de Arana, el Pozo de Banfield, la Brigada de Investigaciones de Quilmes y la Brigada de Avellaneda. Seis de ellos continúan desaparecidos (Francisco, María Claudia, Claudio, Horacio Daniel y María Clara) y sólo cuatro pudieron sobrevivir, Pablo Díaz, Gustavo Calotti, Emilce Moler y Patricia Miranda. Este episodio, por lo tanto, constituye uno de los crímenes de lesa humanidad cometidos por el terrorismo de Estado.
La mayoría de los jóvenes tenían militancia política. Muchos habían participado, durante la primavera de 1975, en las movilizaciones que reclamaban el BES (Boleto Estudiantil Secundario), un beneficio conseguido durante aquel gobierno democrático y que el gobierno militar de la provincia fue quitando de a poco –subiendo paulatinamente el precio del boleto- a partir del golpe del 24 de marzo de 1976. Por otro lado, buena parte de los estudiantes integraba la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) y la Juventud Guevarista, entre otras organizaciones.
En su libro Los trabajos de la memoria, Elizabeth Jelin explica que la memoria, en tanto herramienta para procesar el trauma social, tiene tres características centrales: es un proceso subjetivo que está anclado en experiencias y marcas simbólicas y materiales; es un objeto de disputa, existen luchas por la memoria y por eso se habla de memorias en plural y no en singular; es un objeto que debe ser historizado porque el sentido del pasado va cambiando con la aparición de nuevos testimonios, nuevas pruebas judiciales y con las transformaciones políticas y sociales.
La memoria sobre La Noche de los Lápices es un ejemplo paradigmático en este sentido porque fue cambiando a la par de las transformaciones de la memoria social. En primer lugar, el episodio fue conocido porque alcanzó resonancia pública durante el Juicio a las Juntas Militares, en el año 1985, cuando Pablo Díaz, uno de los jóvenes sobrevivientes, narró su historia ante la justicia. Un año después de ese testimonio, la historia de “los chicos” de La Noche de los Lápices logró amplificarse a través del libro escrito por los periodistas Héctor Ruiz Núñez y María Seoane, y la película, basada en éste, dirigida por Héctor Olivera.
El libro tuvo más de diez ediciones y la película sigue siendo, aún hoy, una de las más vistas en las escuelas a la hora de recordar lo sucedido. Es decir, que ambos objetos culturales tuvieron una enorme eficacia para transmitir este hecho. Sin embargo, ambas representaciones, por la época en las que fueron realizadas, evitan mencionar un dato central de la historia: la pertenencia política de la mayoría de los jóvenes secuestrados. La narración del libro y la película describe a los jóvenes como “apolìticos” y, en ese sentido, impide conocer una parte fundamental de la historia argentina reciente.
A su vez, en aquellos primeros años de la democracia, La noche de los lápices funcionó como una bandera para los centros de estudiantes que volvieron a abrirse o se conformaron por aquel entonces. El episodio estaba protagonizado por jóvenes estudiantes, lo que provocaba –y provoca- una fuerte identificación y el peso del relato estaba en la lucha estudiantil por el boleto de 1975, una causa que puede convocar adhesiones aún hoy en día. Fue con el paso del tiempo y las profundizaciones en la historia argentina reciente que la figura de los jóvenes secuestrados adquirió características más complejas. Es decir: su lucha como estudiantes pudo ser inscripta en la historia mayor de las importantes movilizaciones sociales de la década del setenta. Esto no relativiza el peso del aniversario, sino que, por el contrario, muestra el carácter vital que la memoria tiene, cuando las sucesivas generaciones se apropian de un hecho del pasado desde sus preocupaciones del presente.
La fecha de La noche de los lápices permite condenar al terrorismo de Estado. Es, a su vez, una invitación a recordar la vida de aquellos jóvenes que lucharon y participaron para construir un futuro mejor. Y puede, por último, constituirse en una ocasión propicia para acompañar el homenaje con un ejercicio reflexivo en torno a la construcción social de la memoria. Para este ejercicio ofrecemos una selección de testimonios de dos de los sobrevivientes que narran, cada uno desde su experiencia subjetiva, lo sucedido en aquel entonces. La lectura de estos relatos ayuda a visualizar que la memoria, en tanto objeto de disputa, reclama nuestra activa participación para arribar al piso de verdad y justicia que anhelamos.